A 20 años de su muerte, la figura de Atahualpa Yupanqui -acaso el mayor paisajista de nuestra música popular-, expresa una contradicción que denuncia un modo asumir la propia cultura: aquella que opone la inmensidad de su obra con el desprecio que persiste por evocarla.
La resonancia antigua e indígena de la guitarra; la sencillez de las coplas; la belleza austera las progresiones armónicas; y los arpegios pesados; trazaron el perfil de un artista del que el miércoles se cumplirán dos décadas de su muerte, en Nimes, Francia, en 1992.
Su obra, alejada de los guiños de la industria, permanece intacta en el imaginario colectivo: «La añera», «Camino del indio», «Zamba del grillo», «Luna tucumana», «Guitarra dímelo tú», entre tantos, invitan a desentrañar la distancia que se insinúa entre lo popular y lo masivo, entre la sencillez y el verso moldeado para el mercado.
Su técnica, su poética y su valor fundacional en la evolución de la música popular lo convirtieron en la figura por excelencia del tradicionalismo folclórico; pero el vigor de su gesto artístico fue suficiente para sepultar toda categoría de frontera.
En su voz abrevan las expresiones contemporáneas más sensibles del folclore; las que se complacen en la repetición y las que se entregan a la evolución.
Atahualpa nació el 31 de enero de 1908 en un paraje del partido bonaerense de Pergamino, pero su música abrazó acentos regionales que desbordaron a la zona pampeana.
Su nombre real fue Héctor Roberto Chavero Haram, pero desde la infancia se bautizó como Atahualpa en referencia al cacique inca; el apellido Yupanqui se incorporó luego y su sonoridad remite, en quechua, al que viene de tierras lejanas para decir algo.
Hijo de padre ferroviario, Atahualpa estudió violín y guitarra desde los seis años con el profesor Bautista Almirón, que le presentó un horizonte distante del mundo rural que lo circundaba.
Los preludios de Fernando Sor y las transcripciones de Schubert, Liszt, Beethoven, Bach, Schumann lo encandilaron de inmediato.
Sin embargo, Yupanqui iba a formar un lenguaje propio con el que alcanzó a atrapar caminos, paisajes, relatos de la vida cotidiana. «Los días de mi infancia transcurrieron de asombro en asombro, de revelación en revelación», recordó alguna vez.
La temprana muerte de su padre lo cargó de obligaciones y, en 1917, se trasladó con su familia a Tucumán.
Practicó tenis y boxeo; ejerció el periodismo, pero su oficio de cantor no demoró en aflorar: a los 19 compuso «Camino del indio», una canción simple de su infancia tucumana que luego se convirtió en un himno de la indianidad.
En el tiempo del primer peronismo fue perseguido y encarcelado por su afiliación al Partido Comunista, que declinó años después.
«Estuve varios años sin poder trabajar en Argentina… Me acusaban de todo, hasta del crimen de la semana que viene. Desde esa olvidable época tengo el índice de la mano derecha quebrado. Buscaban deshacerme la mano pero no se percataron de un detalle: me dañaron la mano derecha y yo, para tocar la guitarra, soy zurdo. Todavía hoy, a varios años de ese hecho, hay tonos como el Si menor que me cuesta hacerlos», relató años más tarde.
En aquel tiempo de hostilidades alumbró «El payador perseguido», una de sus obras más recordadas. «Por fuerza de mi canto/ conozco celda y penal/Con fiereza sin igual/más de una vez fui golpeao y al calabozo tirao/como tarro al basural», rezaba.
En 1949 buscó un aire nuevo en tierras europeas, donde logró el cobijo artístico de Edith Piaf y encontró el éxito internacional.
Volvió en 1952, con sus intereses políticos en declive, la compañía de su esposa Paule Pepin Fitzpatrick, «Nenette» (su colaboradora artística bajo el pseudónimo de Pablo del Cerro) y la idea de radicarse en la ciudad cordobesa de Cerro Colorado.
La obra de Atahualpa se popularizó en los años 60 con el impulso de Jorge Cafrune y Mercedes Sosa, que grabaron sus composiciones.
Registró 325 canciones entre las que sobresalen «La alabanza», «El arriero», «Basta ya», «Coplas del payador perseguido», «Los ejes de mi carreta», «Le tengo rabia al silencio», «Piedra y camino», «Viene clareando», entre más.
Alumbró también la novela «Cerro Bayo», luego tomada como guión para la cinta «Horizontes de Piedra» con papel protagónico del propio Yupanqui.
En 1992 viajó a Francia para actuar en Nimes, donde se indispuso y falleció el 23 de mayo. Sus cenizas fueron esparcidas en Cerro Colorado.
Lo envolvía mirada pesimista. Ya en 1936 había sentenciado: «En Buenos Aires el folclore seguirá siendo para algunos una misión, para otros algo que está de moda, y para la gran mayoría una industria”.
Su obra puede interpelarse desde registro paisajístico, el verso de protesta, la prédica nacionalista o el gesto político.
Atraviesa lenguajes, estilos e ideologías. Un artista sin edad ni tiempo.
Fuente Agencia Télam